Dicen por ahí que los amigos son la familia que uno elige. Y es que no pretendo hablar de cualquier amistad, sino de La Amistad. Con mayúsculas. Ese vínculo tan fuerte como pocos, fruto de la casualidad de encontrarnos en la vida. Ese amor que no duele, ni aprieta y sabe estar cerca a kilómetros de distancia.
El DRAE define la amistad como “Afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato”. Y reconozco que me sorprende y fascina esta definición a partes iguales. Siglos de historia han situado las relaciones de consanguinidad como las más estables, incondicionales y afectuosas… descuidando en parte la importancia global de la amistad.
Los amigos suponen un punto de apoyo desde la infancia. Nos permiten aprender valores, experimentar distintos roles y descubrir quiénes queremos ser. Nos ayudan a construir nuestra identidad, a desarrollar la empatía y a sentirnos parte de un grupo.
El concepto de amistad es personal y, por tanto, parcialmente subjetivo. Lo que esperamos de este vínculo cambia con el tiempo, la experiencia y las circunstancias. Conforme vamos madurando, nos volvemos más selectivos, buscamos más la calidad que la cantidad y tenemos más claros los rasgos que definen a una amistad verdadera (o al menos a aquella de la que nos queremos rodear).